FELICIDAD

Una vez fui feliz. Era joven y disfrutaba de un buen trabajo con un buen sueldo que me permitía mantener a mi familia con tranquilidad y, ocasionalmente, permitirnos un capricho. Eramos tres en casa y vivíamos el día a día con todo el amor que uno pueda soñar. La felicidad nos desbordaba.

Me había casado con Raquel cinco años atrás y el pequeño Marcos decidió alumbrar nuestro matrimonio tras dos años de amor. La semana se la comía la ciudad con sus horarios y sus obligaciones pero los fines de semana eran verdes. Solíamos escaparnos los sábados a primera hora a una casa de campo herencia de mi padre. Allí disponíamos de un pequeño huerto y una zona ajardinada ante la puerta. Apenas quedaba espacio para un garaje y para un pequeño espacio con césped. Dedicábamos la primavera a pequeños arreglos que dejasen bonita la propiedad para disfrutarla en verano. No nos costaba demasiado esfuerzo y aquella casa hacía rebrotar la felicidad tras el duro invierno. Hasta que todo cambió.

Recuerdo aquel día perfectamente. El final de la primavera se aproximaba, Marcos iba a comenzar las vacaciones y ayudaba a su madre como pinche en la cocina mientras el el calor del mediodía conquistaba cada espacio sin sombra. La máquina traqueteaba sin fin. Algo en aquel rítmico proceso me atraía enormemente. Arriba y abajo, arriba y abajo. La máquina bufaba. El chico frenaba la operación incorporaba otra sección y el proceso volvía a empezar. El pozo ya iba por los treinta metros pero la sequía era mucha. Toby, el perro mastín que protegía la casa durante la semana, jugueteaba alrededor sin parar; ladrando para demostrar su excitación y su gran miedo ante aquella máquina infernal. El chico volvía a frenar e iba al remolque en busca de otra sección, la acoplaba y se enjuagaba el sudor como podía. Le sonreí y él respondió con una cómica sonrisa que parecía decir “ojala trabajase en otra cosa”. Recuerdo que pensé que es lo que piensa casi todo el mundo que conozco y me entró una risa floja.

El constante bufido de la máquina volvió a llamar mi atención. Arriba y abajo, arriba y abajo. Me acerqué a observar el agujero más de cerca pero la arena que extraía era demasiada, pese a ello seguía cerca viendo como la sección hacía su trabajo. Arriba y abajo, arriba y abajo. Una musiquilla sonó de fondo, el chico hablaba por el móvil. Arriba y abajo, arriba y abajo. De repente Toby ladró a mi espalda. Me volví a tiempo de recoger sus patas delanteras sobre mi pecho. Retrocedí un par de pasos para estabilizarme, la voz del chico dijo cuidado y noté un contacto a mi espalda que me heló el corazón. La máquina dejó de bufar, chasquidos amortiguados se repetían tras de mí. Una lluvia de sangre empapó todo mi ser. El rostro desencajado de Raquel en la ventana de la cocina lo explicaba todo.

Aquella noche fue infernal. Intentamos compartir cama pero resultó imposible. En apenas diez minutos nos dimos cuenta que algo se había roto. Cada uno se internó en su lado y se cavó un trinchera en el centro de la cama. Acabé en el sofá del salón con una manta y una almohada. Seguía sin poder pegar ojo. Creo que ella tampoco dormía, todavía hoy escucho su llanto. Tras un rato de reflexión insomne creí encontrar la razón que perturbaba mi sueño. Fui al comedor y cogí la escopeta de caza de mi padre del armario que usábamos como despensa. Desperté a Toby y me lo llevé lo más lejos que pude de la casa. Le hice tumbarse y dejé que los cañones de la escopeta hiciesen su trabajo. Me dirigí entonces al almacén por una pala, cavé una fosa junto al muro, a los pies de los setos, y le enterré. Sé que Raquel lo oyó todo, pero ella no preguntó, y yo no me confesé.

Al día siguiente volvimos a la ciudad para el entierro. Pasamos varias semanas separados bajo un mismo techo. Si uno veía la tele en el salón el otro se iba con el portátil a la habitación, cuando uno volvía del trabajo el otro salía a caminar. Mirábamos la hora con gran interés para saber cuando no entrar en la cocina. La habitación de Marcos era terreno vedado. Un roce en el pasillo fue lo más cerca que nos encontramos durante el primer mes. Entonces me cansé. La llamé desde el trabajo y le comenté que sería mejor que me exiliase al campo, que no podía dormir y que igual así volvía a conciliar el sueño. Una mentira como otra cualquiera, dormía cinco horas con las pastillas que me habían recetado pero ella no lo sabía. Ciertamente, en un mes ninguno sabía lo que había pasado en la vida del otro, una mentira podía ser tan cierta como una verdad.

El trabajo seguía ocupando casi todas las horas del día. Llegaba tarde a casa pero daba igual. En soledad el tiempo se eterniza. Podía cuidar el huerto o el jardín, hacer mil cosas. Sin embargo no tenía ánimo, todo lo más que hacía era regar cuando el rojo anochecer se extendía ante la casa. Seguía sin poder dormir bien, las cinco horas de tranquilidad se reducían de manera alarmante desde mi vuelta al lugar del… Bueno, del accidente. Ahora eran dos horas con suerte que terminaban con la ropa de la cama tirada a mis pies y sudores fríos recorriendo mi cuerpo. Pesadillas recurrentes dominaban mis noches. Pesadillas sobre un yacimiento petrolífero de color rojo, sobre un niño pidiendo auxilio en un mar de sangre, sobre un perro con medio ojo reventado y una sonrisa ampliada artificialmente cuya lengua colgaba queriendo decir “he sido yo”.

Una tibia noche de finales de septiembre llegué a mi límite. Volví a coger la escopeta de mi padre, escribí una nota que comenzaba “ A quien pueda interesar…”y la planté en la isleta de la cocina sujeta con la única posesión de aquella casa que no quería conservar en mi viaje. Cuando cerré la puerta mi última visión fue de la escopeta cubriendo el papel que rompía con mi vida anterior. No sé cuanto tardó alguien en notar mi ausencia, sólo sé que fue liberador escapar de aquel lugar.

Comencé a andar en línea recta. Quería dejar atrás todo lo que conocía. Seguí la línea de la carretera como un perro cazador persigue el olor de su presa. De pronto creí encontrar el límite. Era como si el compás de mi caminar no tuviese más amplitud. Comencé a dar vueltas en torno a la misma zona. Trabajaba en lo que surgía. Lo mismo partía leña para el invierno que desbrozaba una finca o recogía la hierba. El otoño trajo las lluvias y recobró mi ánimo de explorador. Quería descubrir nuevos lugares y me decidí por el norte. Pasé noches en pensiones con aire acondicionado de serie hasta que se me acabaron los fondos. El frío asediaba mi nariz hasta inundarla y mi voluntad se resentía. Crucé barreras idiomáticas y descubrí el habla internacional de la palma extendida hacia arriba. El otoño se juntó con el invierno y cambié de rumbo para recuperar mi empobrecida salud. Llegó la primavera y descubrí lo que sería mi nuevo hogar.

Antonio era un hombre afable, de habla nerviosa y muy simpático. Su idioma era ininteligible al principio, pero tremendamente divertido al juntarse las palabras en una verborrea imparable. Me invitó a comer y me comentó que tenía un “grande problema” para el que requería mi ayuda. Su edad, y su voluminoso cuerpo, se había convertido en un obstáculo para cuidar todas las hectáreas de vides de las que disponía. Me ofreció alojamiento si le echaba una mano. Acepté sin dudar un segundo. Planté nuevas cepas, sulfaté y recogí uvas durante tres años. Fueron días casi felices donde recuerdos olvidados volvían para despertar sueños de futuro. Una noche de finales de verano todo mi visión del mundo volvió a cambiar.

Septiembre acababa de asomar en el calendario y Antonio revisaba la que iba a ser la mejor vendimia en cinco años cuando sus arterías claudicaron. Demasiada grasa obstruía su corazón y dejó de bombear. Volví a sentirme indefenso, culpable; pero, por suerte, las pesadillas no retornaron. Pese a ello seguía queriendo escapar de aquello que ya consideraba mi nuevo hogar. Sólo la petición del albacea me frenó. Pretendía que esperase unos días hasta que llegase el único heredero, un pariente lejano que se haría cargo de todo en dos o tres días lo más tardar. Pensé que podía hacerme cargo del lugar unas cuantas jornadas más. De esa manera podría meditar el rumbo a seguir.

Pasé dos días vigilando la uva, recorriendo cada pasillo con la nostalgia de quien sabe que la hora de partir se acerca. Puse en orden los trámites para realizar la vendimia como un último favor al heredero por llegar y colgué mientras el sol se escondía. A la mañana del tercer día la felicidad volvió a encontrarme. Desperté con el amanecer para ver desde mi habitación una silueta que se acercaba a la entrada con dos maletas cargadas. La silueta sonrió al verme en la ventana, yo la correspondía tontamente. Bajé los escalones de tres en tres, Raquel volvía a mis brazos.

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9 Comments on "FELICIDAD"

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Guest
carlos
10 years 8 months ago

Hermoso.
Podría escribir mucho más o mucho menos.
Pero la palabra que lo resume.
HERMOSO…
Gracias por compartirlo

10 years 8 months ago

Cada vez que leo uno de tus relatos siento una mezcla de satisfacción y envidia. Lo siento, no se me ocurre mejor piropo ante mi perenne falta de inspiración para todo lo que no sea tocar las narices 😉

10 years 8 months ago

Soberbio.

Aunque hay un párrafo que se me ha nublado durante un momento. Me refiero al tercero. ¿El chico? ¿Marcos y el chico son la misma persona? Lo encuentro confuso porque Marcos estaba ayudando en la cocina a su madre y a la vez en el pozo está “el chico” por lo que durante un lapso de tiempo parece que el chico sea otra persona diferente a Marcos.

Man
10 years 8 months ago

Precioso relato.
Corto,pero intenso y duro.
La verdad es que después de leerlo lo que menos me ha transmitido es felicidad.
Ni me imagino como seria ponerse en la piel de esos padres.

trotamundo
10 years 7 months ago

Joder lastrado, cada vez que leo uno de tus relatos me quedo sin palabras. Lo admito, ahora mismo hay una lagrima deseando salir. Genio.

10 years 7 months ago

Simplemente sublime, lastrado. Una maravilla de relato que te deja pegado a la pantalla mientras no puedes evitar emocionarte poco a poco. Mucho talento hay detrás de esas letras.

Guest

[…] Private Party de dark #71 El Golem de flagrant Felicidad de lastrado Miradas que matan de […]

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